Por: Héctor Núñez.
Querido Atlante:
Sé que hoy, en el Día del Padre, no es un buen momento para contarte que en realidad te he utilizado durante toda mi vida, poco más de 27 abriles. Así, vilmente y con alevosía. Pero llegó el tiempo de decírtelo y no pedir perdón.
Ayer, hablé con mi padre por teléfono. Él vive lejos de la Ciudad de México y por cosas del bicho éste que nos rodea, llevaba meses sin platicar con él.
Después de las preguntas guionizadas: “¿Cómo estás?”, “¿Qué tal el trabajo?” y de respuestas que no ocuparon más de cinco minutos en la llamada, recurrí a ti como tantas otras veces.
Le conté que entrevisté para este portal a Emilio Escalante, que me pareció un tipo valiente y dispuesto a hacer mucho por nuestro equipo.
Hablamos de lo que será el nuevo uniforme, de lo mucho que nos emocionó haber ganado el Campeón de Campeones, de la rabia que nos da no poder ascender y los refuerzos que vendrán para el equipo en el torneo que está por comenzar.
Esa conversación duró más de una hora.
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Mi padre nunca ha sido como los de mis amigos: de ésos que te aconsejan todo el tiempo, con alguna frase que le heredarás a tus hijos o de ésos que escuchan tus desilusiones amorosas. No, para eso están mi mamá y mis abuelos.
En cambio, nuestras tardes padre e hijo, siempre fueron frente al televisor de casa y en las butacas.
Las idas a comer, eran los tacos de cecina adobada que pedíamos afuera del Estadio Azulgrana y los abrazos, cuando Chamagol festejaba un gol con el corazón del Chapulín en el pecho.
Las lecciones de lo injusto que llega a ser el mundo, ocurrían cuando él me explicaba por qué el Piojo reclamaba un penalti no marcado frente a Chivas en Liguilla o la tarjeta roja otorgada a Vilar en 2008.
Las anécdotas de su infancia y adolescencia que siempre me contó, eran de aquel Atlante de los 70’s hasta los 90’s; con Rafa Puente, el Mugrosito Rivas, Grzegorz Lato, Orvañanos, Lalo Moses, Lavolpe, Félix Fernández, mi abuelo y un largo etcétera, de protagonistas.
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Las conversaciones que tengo con él, pasaron de entablarse en la grada superior norte del Azteca a una llamada telefónica hasta terminar en Whats’App, luego de tu mudanza a Cancún y de un infarto que le ha impedido volver a verte sentado en una tribuna.
Cuando cumpliste 100 años, mi padre me ayudó -fue mi camarógrafo-, en un video que hice para celebrarte. Recuerdo perfecto el orgullo con el que me miraba cuando platiqué con Roberto Andrade; ni en mi graduación universitaria me felicitó tanto.
Hace algunos años, me animé a ir al partido de leyendas azulgranas en el Estadio de la colonia Noche Buena y lo hice sin él. La sensación era extraña, una parte del ritual no estaba. Fue hasta que terminó el partido y le conté por teléfono todo lo que allí ocurrió, cuando me sentí completo.
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Y así como serviste de tema de conversación, entre él y yo, también lo hiciste, cuando el Alzheimer dejó de ser bondadoso con mi abuelo y lo único que recordaba era la marea Azulgrana en el Parque Asturias, historia que le repitió a mi papá por muchos años.
Me gusta creer, que eso has significado para miles de atlantistas en el Día del padre y que en eso radica tu grandeza.
No, querido Atlante, no te pediré perdón por haberte utilizado de esa manera durante tanto tiempo y tampoco, porque hoy no hablé de ti sino de mi padre.
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